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Érase una vez una playa en México…

Monica Berg
Febrero 15, 2024
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¡Es la semana del Día de San Valentín! Un momento para celebrar el romance en nuestra vida: cenas a la luz de las velas, rosas, chocolates y susurros de lindas palabras…

Bueno, igual eso es lo que las películas, la televisión y los anuncios en redes sociales nos harían pensar. El Día de San Valentín no es algo que todo el mundo espere, con o sin pareja. Para las personas solteras, puede sentirse como un día que no les pertenece, y para las personas en pareja, puede ser una montaña rusa de expectativas que termina en decepción (¡aunque ciertamente no tiene por qué ser así!). A fin de cuentas, el Día de San Valentín es solo un día más, pero el esfuerzo que pones en tu relación —sin importar con quién sea— es algo que importa todos los días. 

He escrito y hablado extensamente sobre las relaciones, y muchos de ustedes saben que mi enfoque del tema del amor es más práctico que sentimental. Si bien creo en las experiencias de romance profundo y emoción arrolladora, también sé que el amor requiere trabajo, intención, compromiso y la capacidad de repensar todo. 

Esto se debe probablemente a la forma en que conocí a mi alma gemela.

Estaba en una playa privada en México, por la boda de un amigo cercano que era dieciséis años mayor que yo. El pequeño grupo de invitados eran en su mayoría parejas de treinta y tantos años.

Con solo veintiún años, me sentía fuera de lugar. La única otra persona de mi edad era mi futuro esposo, Michael, el hijo del rabino oficiante. Había conocido a Michael antes, solo de pasada, y siendo las únicas dos personas de nuestra edad en un mismo lugar durante un fin de semana, uno pensaría que, naturalmente, habríamos gravitado el uno hacia el otro… pero ese no fue el caso.

Al día siguiente de la boda, todos los invitados estaban afuera disfrutando de la playa. Dondequiera que miraba, estaba sucediendo algo emocionante: gente haciendo deportes acuáticos, corredores, niños haciendo castillos de arena y bañistas tomando el sol bebiendo cócteles helados adornados con pequeñas sombrillas. Mientras lo asimilaba todo, disfrutando del calor del sol sobre mis hombros, algo me llamó la atención. Puede que yo me sintiera fuera de lugar, pero Michael se veía fuera de lugar. Allí estaba sentado, incómodo y miserable, estudiando un antiguo texto en arameo en el calor, tratando desesperadamente de cubrirse todo el cuerpo, incluyendo la cabeza, con una toalla. Recuerdo que haberme sentido muy confundida. No podía entender por qué no se sentaba a la sombra en algún lugar y ponía fin a su miseria. En retrospectiva, me di cuenta de que estaba tratando de ser parte del grupo, lo cual no era algo natural para él. Puedo decir con absoluta certeza que ese día no lo reconocí como mi futuro esposo, y mucho menos como mi alma gemela.

Me encantaría decir que la primera vez que conocí a Michael me cambió la vida, pero, en realidad, fue más un golpe sordo que una explosión. 

La primera parte de nuestras vidas fueron muy diferentes. Lo mío no eran lecturas y paseos, sino más bien beber y bailar. A los 17 años, asistía a la escuela secundaria Beverly Hills, y era un espíritu libre. Conducía mi Jeep Wrangler por la ciudad, con mi pelo largo y rizado ondeando al viento. Vivía en jeans y botas de motociclista. Michael tenía 18 años en ese momento, y no solo leía libros. Los inhalaba. Él no les daba mucha importancia a las cosas superficiales, por lo que usar pantalones negros y una camisa blanca todos los días le sentaba bien.

Las diferencias entre Michael y yo eran obvias, desde cómo nos vestíamos, cómo pasábamos nuestro tiempo, hasta cómo crecimos: él nació en Jerusalén y tuvo una vida judía ortodoxa, mientras que yo nací en Luisiana y, aunque me crie como judía, cantaba muchos villancicos navideños cuando era niña. Ese día en la playa en México, confiaba únicamente en mis cinco sentidos y, debido a eso, no podía ver en absoluto que tuviésemos algo en común.

Les cuento esta historia no solo porque disfruto contando cómo nos conocimos Michael y yo, sino porque es un ejemplo perfecto de cómo nuestras almas gemelas rara vez son quienes pensamos que serán. Puedo decirte con certeza que, si el mismísimo Dios me hubiese dicho que Michael era mi alma gemela, ¡no lo habría creído! Hoy en día, tenemos cuatro hermosos hijos, un próspero matrimonio de 26 años y suficientes recuerdos para varias vidas. 

El Día de San Valentín (y su semana) no es solo para almas gemelas y parejas. Es un momento en el que podemos concentrarnos en todas las diferentes versiones del amor en nuestra vida, especialmente el amor con nosotros mismos. Es posible que Michael y yo nos hayamos conocido como jóvenes adultos diametralmente opuestos, pero a través del trabajo espiritual que hemos hecho, revelamos más y más amor con cada año que pasa. No siempre es fácil, pero siempre vale la pena. Este tipo de amor es nuestro derecho de nacimiento, y estoy aquí para recordarles que está disponible y que es posible sin importar dónde se encuentren en su viaje.

Si eres soltero, mírate a ti mismo como tu verdadera alma gemela. Admírate de la manera en que te gustaría que lo hiciera una pareja, siente curiosidad por ti mismo y mírate a través de los ojos del amor. ¿Qué cambia? ¿Qué descubres? 

Si tienes pareja, pasa el día creyendo que tu pareja es tu única pareja verdadera. Tu alma gemela. Admírala, siente curiosidad por ella, hazle preguntas (¡especialmente aquellas de las que crees saber la respuesta!) y mírala como si fuese la primera vez. ¿Qué cambia? ¿Puedes sentir una mayor conexión? 

Lo que aportamos a nuestras relaciones es más importante que cualquier otra cosa, y el amor en nuestra vida comienza con nosotros mismos.


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