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El episodio de don cascarrabias

Monica Berg
Enero 24, 2022
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En el blog de la semana pasada, hablé sobre cómo todos somos “inductores del estado de ánimo” y, por lo tanto, tenemos la gran responsabilidad, no solo con nosotros mismos sino con todos los que nos rodean, de ser inductores de emociones “buenos” o al menos “conscientes”. Como la mayoría de las enseñanzas espirituales, ¡es fácil de entender pero no siempre es fácil de poner en práctica!

Hace unos meses, Abigail y yo nos encontramos con una amiga para cenar. Era sábado por la noche, el final de Shabat, así que Abigail y yo caminamos. Y caminamos. Y caminamos. Fue un buen paseo, pero yo había subestimado un poco el tiempo que nos llevaría (además, a Abigail le gusta, en sentido figurado y literal, detenerse a oler las rosas). Llegamos tarde. Al llegar, el restaurante estaba un poco oscuro, nuestra mesa un poco apretada, y de inmediato fue claro que no tenían suficiente personal.

Así que nos fuimos y optamos por recorrer la misma calle hasta llegar a otro restaurante que estaba un poco menos concurrido y que tenía disponible una mesa al aire libre.

Nos sentamos, nos acomodamos, teníamos nuestras bebidas y estábamos mirando el menú cuando percibí una energía. Había un hombre que me veía y se dirigía hacia nosotros con los hombros algo tensos. Él había estado en el primer restaurante, sentado con su esposa al lado de nuestra oscura y apretada mesita. Y tenía sentimientos. Sentimientos que tenía la misión de compartir conmigo. Así que se dirigió directamente a nuestra mesa y empezó a decir que la decisión de marcharnos sin haber pedido fue grosera, desmedidamente grosera, lo más grosero que había visto EN SU VIDA.

En retrospectiva, es para reírse. Si ESA interacción inocua era lo más grosero que había visto, ¡entonces quizá no salga mucho!

Mi amiga estaba sentada de espaldas a él, por lo que se vio sorprendida con su repentina aparición. Y cuando empezó a reñirme, ella intervino. Pero decidí que no íbamos a tener una discusión sobre esto. Así que le dije a él lo inapropiado e inoportuno que era su comportamiento. Y todo esto lo hacía delante de mi hija, que entonces tenía siete años. Qué atrevimiento. Se marchó y nos dejó a las tres viéndonos unas a otras con la mirada perpleja.

¡¿Qué acababa de suceder?!

Soy muy consciente de mí misma, y cuando me hizo estas acusaciones, hice un cuidadoso inventario de mis acciones, palabras y tono durante los días siguientes. Lo que deduje fue que había tomado la decisión de irnos mientras estaba de pie, en vez de sentada. Supongo que al estar de pie en su proximidad, le había creado cierta tensión o incomodidad. ¡Pero, ciertamente, no había estado rondando por encima de él!

Interacciones como esta tienen la capacidad de trastornar nuestro estado de ánimo e invadir nuestros pensamientos mucho después de que la situación haya pasado. Pero no tenemos que permitirlo. Y lo sé, es difícil. Ciertamente, como hice yo, investiga si hay algo que aprender, pero luego tenemos que reclamar con fuerza nuestros pensamientos y sentimientos.

Nuestros límites están ahí para ayudarnos a mantener y proteger nuestro propio espacio. Y cuando alguien cruza nuestros límites con groserías, prejuicios, señalamientos excesivos (con poca o ninguna causa) o una mentalidad general de “el vaso está medio vacío”, tenemos que aprender a encontrar el equilibrio entre la empatía y los límites. Propongo la idea de la reorientación como punto de partida.

En la práctica japonesa del Aikido, la fuerza de un ataque se redirige y se debilita al mismo atacante (y a menudo incluso haciendo que la misma fuerza del atacante lo derribe). Debido a esta redirección de la energía, las personas más pequeñas y débiles pueden ganarles a las más grandes y fuertes. No hay que devolver el golpe, ni se necesita una armadura. Entonces, ¿cómo se podría aplicar esto en la vida?

Podemos redirigir y ayudar a las personas a replantear sus emociones y pensamientos. Podemos empatizar sin dejarnos arrastrar por el drama, la tristeza o la ansiedad. Podemos redirigir los chismes hacia una conversación más productiva sobre cómo podemos apoyar a alguien en lugar de juzgarlo. Las quejas a menudo se hacen para desahogarse, y un poco de desahogo está bien; pero la reorientación es concentrarse en lo que es bueno y por lo que la persona puede estar agradecida, en lugar de dejar el enfoque únicamente en lo que no funciona.

O, como yo hice con el Sr. Cascarrabias, podemos simplemente negarnos a participar.

Siempre me ayuda recordar que todos están haciendo su mejor esfuerzo, aunque parezca lo contrario. Todos estamos librando batallas que quienes nos rodean desconocen.

Así que cuando surgen situaciones tensas, podemos ser proactivos o reactivos. Si somos reactivos, no tenemos el control de nuestra propia vida. Estamos aceptando el pánico (o la queja, el chisme, el enojo) de otra persona como si fuera cierto —o peor aún, alimentándolo— como una respuesta reactiva. Estamos aceptando su realidad en vez de crear la nuestra.

Siempre tenemos una opción: Luz u oscuridad. Construir o destruir.

Cada persona y situación en nuestra vida se presenta para ayudarnos a crecer. La razón por la que otra persona se comporta de esa manera es parte de su propio camino con su propio conjunto de lecciones que aprender. Si elegimos tenerlos en nuestra vida, y a veces no tenemos esa opción, podemos decidir su lugar y espacio.

La conclusión es la siguiente: ya sea que se trate de un desconocido que te grita improperios en el tráfico (yo también he pasado por eso) o se trate de un aluvión de pesadez de alguien cercano a ti, mantén la calma. Sé comprensivo, intenta redirigir la oscuridad hacia la Luz y protege tus límites.

Cuanto más comprendamos nuestra propia vida en un contexto espiritual, mejor podremos mantener nuestro rumbo, indistintamente de los desafíos. Pensar: “Quiero ser la Luz en la habitación” puede ayudar mucho.

Hablamos de nosotros mismos como cocreadores de nuestra vida, esforzarnos por ser como el Creador, ser líderes por derecho propio. Del mismo modo, en lugar de caer en un denominador común inferior y permitir que la energía que nos rodea determine la nuestra, podemos darle la vuelta y decidir cómo queremos sentirnos.

Porque los señores cascarrabias de la vida no deberían arruinar una buena cena. O una buena noche de sueño.


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